La película más triste en la historia del universo

Antes de volverse loco y filmar películas que mezclan catástrofes apocalípticas, conflictos amorosos e intragables escenas de masturbación compulsiva, el talentoso director danés Lars Von Trier dio vida -entre otras obras maestras- a la que es sin lugar a dudas la película más triste en la historia del universo: «Dancer in the Dark».

Echando mano a recursos cinematográficos que él mismo se había prohibido años atrás y a una debutante Björk para el rol protagónico, Von Trier nos muestra una historia desgarradora sobre una inmigrante checa en Estados Unidos, quien es humillada hasta la inverosimilitud por una sociedad que se supone la debería acoger con los brazos abiertos.

Antiamericano de tomo y lomo, el director nos grita que el american dream, ese de llegar, trabajar y triunfar, es un gran engaño. Para convencernos, inmola con saña a su protagonista: Selma vive en carne propia una pesadilla americana, una pesadilla macabra, desquiciada y cruel.

Mediados de los 60 y Selma Jezkova llega de Checoslovaquia con su pequeño hijo Gene y una maleta llena de ilusión, la ilusión de que esta tierra prometida sea tan exultante de felicidad como las películas musicales con las que creció.

Una enfermedad degenerativa la está dejando ciega, pero lo que verdaderamente le quita el sueño es que su hijo heredó el mismo mal y, si no logra operarlo, estará sentenciado a la ceguera, como ella. Por eso cruzó el Atlántico, para evitar la tragedia.

No le va bien. Trabaja en una línea de producción de una fábrica y vive en una casa rodante en el patio de una casa. Sin embargo, a duras penas logra ahorrar para su hijo, y cuando la dura realidad se le viene encima, ella la repele con una inocencia pueril: imaginándose que está en un musical y que los amenazantes ruidos del mal son los compases para bailar, cantar, reír.

Autogol

Para llevar a cabo estas fantasías evasivas de Selma, el director se infirió un autogol. Por allá por 1995, el loco de Lars había fundado el colectivo Dogma, que se prometió respetar un estricto código para que las películas volvieran al realismo perdido de antaño.

Para ello, sus miembros debían, entre otros mandamientos, filmar con cámara en mano, utilizar sólo luz natural y prescindir de las transiciones de planos, efectos de sonido, banda sonora y, sobre todo, efectos especiales. El experimento dio como resultado obras con estética de documental, a veces muy secas para digerir con facilidad y con cámaras mareadoras; pero -lo más rescatable del cuento- generó algunas bellísimas creaciones audiovisuales en estado puro que otorgan un dramatismo único y desgarrador (Vale destacar «Breaking the waves», 1996.)

El código funcionó hasta que llegó la historia de Selma. Su argumento necesitaba que el director violara sus propios principios; y lo hizo. Al parecer, el hecho de que la banda sonora surgiera en medio de los sueños de Selma le dio la libertad para hacerlo, tanto así que la película es un musical, con perfectas coreografías sustentadas por la voz única y virtuosa de la islandesa Björk.

La pesadilla

Pero no todo es un musical para la inmigrante checa. La alegría del baile se transforma en maldad arrolladora cuando despierta de sus sueños.

Vive, mejor dicho, sufre una seguidilla de desgracias: Su ceguera avanza sin pausa, lo que provoca que la echen del musical en el que quería actuar. Su misma discapacidad la hace casi cortarse una mano en la fábrica y, por ello, perder su precario trabajo. Y un gran etcétera que omitimos para no contar la película.

Esta historia se sustenta en las actuaciones geniales de la misma Björk, la amiga fiel (Catherine Deneuve), el inocentón e insistente pretendiente (Peter Stormare) y el desgraciado y maldito policía (David Morse).

Actores, guión y director se unen para sacrificar a la pobre inmigrante y así criticar la hipocresía y la maldad de la sociedad estadounidense, su gente y sus instituciones.

El tiro de gracia de este sacrificio es un final desgarrador, imposible de no ser llorado, indolente, donde Lars Von Trier demuestra y confirma su absoluta falta de consideración por el espectador. Pareciera que para él todo vale cuando se trata de ponerse el uniforme de gran provocador.